Escuela de verano de Autismo

El año pasado me apunté con un grupo de amigas a la escuela de verano de ANA. Hasta entonces nunca había participado en un voluntariado de ese tipo. Siempre me había inscrito a carreras y cosas por el estilo. Fue una experiencia que me gustó mucho y que sigo recordando con mucho cariño. Por eso este año también quería aportar algo y volver a ayudar en ANA, pero esta vez entraría con distinta mentalidad. 

Y con otras personas. Me hizo mucha ilusión que, además de Irene, se apuntara mi hermana junto con otra amiga, ya que eso significa que estoy transmitiendo (de alguna forma) el gusto por el servicio desinteresado a los más necesitados; y todo gracias a CAS.

La función de esta escuela de verano es que, durante las mañanas de verano, los padres puedan dejar a sus hijos con autismo en algún sitio. Los niños, mientras están en la escuela, además de pasárselo bien jugando aprenden a relacionarse con las personas que les rodean y a facilitarles la vida a sus padres.  Muchos de estos niños no saben hablar, no son independientes y eso es un gran obstáculo para ellos y para la relación con sus padres, pero gracias a la escuela aprenden de forma interactiva. 

En la escuela de verano es muy importante seguir unos patrones (ya que les ayuda) y enseñarles la agenda con el plan del día. Dependiendo del niño, puede ayudarles más o menos estas cosas. Normalmente, por la mañana, cada voluntario efectúa una serie de tareas individuales con el niño que le han asignado y después de almorzar y salir al patio se realizan actividades de ocio (parque, paseo, chorros, gimnasio…). A veces se va a la piscina o a hacer piragüismo si hace mucho calor. 
El año pasado realicé el voluntariado con un niño que tenía cuatro años. Era muy pequeño, pero su autismo no era muy alto por lo que fue bastante fácil encargarse de él, no me daba muchos problemas. Se llamaba Alejandro y este año, volver a verle en la escuela me hizo mucha ilusión. Él no se acordaba de mí, pero yo sí, y pude comprobar cuánto había crecido y lo mucho que había aprendido en este año. Por otra parte, algo que me sorprendió mucho y me hizo mucha ilusión fue comprobar que no paraba de hablar, mientras que hace un año no sabía decir gran cosa. 


Este año me pusieron con otro niño, Javier. Al contrario que Alejandro, Javi era mucho más mayor. Tenía once años y era muy grande. A pesar de tener un grado de autismo alto, me las pude apañar bastante bien. Era uno de los niños que lleva las rutinas al pie de la letra. 
En ciertos casos era muy conveniente ya que, si teníamos que ir al parque no había ningún problema durante el viaje, en cambio sí le cambiábamos la ruta para llegar a ese mismo parque cogía una pataleta increíble, no paraba de gritar y pegar al resto de sus compañeros o voluntarios. Afortunadamente todas las veces que pasó (fueron bastantes) obtuve la ayuda de las tutoras y poco a poco fui aprendiendo a moderar o evitar esas pataletas. 
Es algo de lo que estoy muy orgullosa ya que, a la segunda semana, ya había aprendido bastante sobre él y desarrollé una técnica para que me hiciera caso. A Javi le gustaba mucho decir que NO, no porque no le gustara algo, lo decía por decir y ante cualquier cosa que le proponías su respuesta era “no”. Así que llegó un momento en el que, en vez de obligarle a hacer algo, no le hacía ni caso mientras él me decía sin parar que no; y resultó que, al ver que no surgía efecto decir que no y que de todos modos iba a tener que hacer su tarea, dejó de decir “no” y empezó a actuar. 
Además, tenía un gran problema a la hora de entrar en el comedor: por una razón que desconozco, cada vez que entrabamos los dos juntos al comedor se quedaba quieto, sin moverse, y era yo quien tenía que empujarle junto con otros monitores (porque pesaba mucho) para que entrase al comedor. Sin embargo, un día decidí que entraría él solo y yo le empujaría por detrás. Para mi sorpresa, al hacerlo, se fue directo a su sitio sin necesidad de que le empujara, lo que me puso muy contenta.
Puede que me costara trabajo llevarle a los sitios, pero cuando estaba en el parque o en la piscina se lo pasaba como nadie. Un par de días fuimos a hacer piragua y fue muy divertido. Aunque Javi no remaba y era yo la que trabajaba por dos, yo creo que se lo pasó muy bien sobre todo cuando nos tiramos por la cascada.
Pude descubrir que a Javi le encantaba el agua. Ya me lo habían dicho las tutoras, pero lo pude comprobar cuando el tercer día fuimos a la piscina. ¡Probamos todas las piscinas! Le encantaban, iba de una en otra sin parar de tirarse y jugar el solo, a lo que fuera que estuviera pensando. Podía hacer un frío espantoso, nada le importaba. Me encantó poder ver su cara de felicidad en la piscina o cuando, dos días más tarde, fuimos a los chorros de Yamaguchi y se ponía debajo de todos ellos.
Creo que lo más bonito que me llevo es esa sonrisa y esa risa que le entraba cuando estaba debajo del agua. Verle feliz es algo que me reconfortaba sabiendo los problemas que tiene que sobrellevar diariamente.
 





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